domingo, 26 de enero de 2025

La muerte inmoral

(por Federico Quevedo)

 

Aunque en la actualidad presenciamos un proceso de desarrollo tecnológico extraordinario y sin precedentes, que revoluciona permanentemente las comunicaciones, el transporte, la medicina, la vida cotidiana que llevamos, con la inteligencia artificial como la estrella del momento, y donde pareciera que el dominio del ser humano sobre la naturaleza ya es total y absoluto, lo cierto es que no hay invención ni novedad científica que nos permita a los seres humanos eludir el fin de la vida. Hoy, cumplida una cuarta parte del siglo XXI, somos tan mortales y vulnerables como lo éramos hace siglos. Prolongamos unos años el promedio de vida, pero morimos igual. Y tampoco han servido nuestros hallazgos para curar definitivamente no pocas enfermedades que, como la muerte, escapan y se burlan de nuestro presunto dominio absoluto sobre los fenómenos biológicos y naturales.

Somos perecederos. Siempre lo fuimos, como cualquier otro ser vivo de este planeta. Sin embargo el brillo de nuestras invenciones y los “milagros” tecnológicos que hemos concebido nos convencen que hasta la muerte misma podemos dominar. Ni ella nos puede parar, creemos, sin pensarlo en profundidad, ni decirlo abiertamente. El amor a nosotros mismos nos susurra al oído que somos inmortales, dice el sociólogo Norbert Elías, en su libro La soledad de los moribundos. Y nos señala que “un contacto demasiado estrecho con los que están por morir amenaza este sueño desiderativo”.

La resolución inmediata de inquetudes y necesidades que nos ofrecen los dispositivos tecnológicos, como los teléfonos celulares, nos zambulle en un presente interminable. No podemos esperar a mañana. No hay mañana. Hoy, ya mismo, debemos resolver, saciar nuestras ansiedades. La vida es una sumatoria de presentes que resuelven a sí mismos y se suceden unos tras otros. Una secuencia de instantes totales, que no tienen ni pasado ni futuro. Una duda o pregunta que nos pueda surgir, del tipo que sea, no puede esperar ningún proceso de indagación medianamente duradero y exhaustivo, como ir a una biblioteca, o librería, buscar un libro, leer el índice, pasar sus hojas y buscar una respuesta. Google, las redes sociales, o algún chat de inteligencia artificial nos dará una respuesta inmediata. Sobre asuntos o mundanos o incluso sobre decisiones trascendentes de la vida, en relación a la familia, los hijos, el trabajo, la pareja. Y probablemente sobre cualquier experiencia material, emocional o espiritual, los algoritmos siempre tendrán una respuesta ¿Para qué esforzarnos en conocer más y mejor, buscar otras fuentes, si una aplicación digital nos responde inmediatamente, del mismo modo que un analgésico alivia un dolor de cabeza? La verdad vigente será la que emerja inmediatamente, de las profundidades de la duda, y no aquella que probablemente esté en el fondo, con un conocimiento vasto de lo que allí sucede. Lo que tomamos como cierto y verdadero es aquello que más pronto nos llega a la mano, y no una fuente que acaso tenga más información, más conocimiento y más prueba y error guarde sobre lo que nos interesa averiguar. No nos damos el tiempo, y no hacemos esfuerzos, para indagar más allá de lo que vemos primero.

Bajo este sistema de resolución inmediata de necesidades, la vida se concibe como una sucesión infinita de instantes. Y se produce una parálisis en la personas en su capacidad para abordar procesos. Lo que nos pueda ocurrir en un mediano y largo plazo no es un asunto que merezca consideración y preocupación en el presente. “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, resumía Luca Prodan en su canción “Lo quiero ya”. Para una vida que se compone de complejos procesos, emocionales, relacionales y espirituales, nosotros aplicamos la herramienta del instante. Es como intentar tallar la piedra con una cuchara. Lo cierto es que esos procesos, como la enfermedad, o la muerte, llegan. Y lo hacen como rocas, precisamente, inmunes a la precaria herramienta que la cultura de la inmediatez nos puso en la mano. Hasta resulta laborioso, hoy, poner una mayúscula, un punto, o un acento, cuando enviamos un mensaje de texto por nuestros teléfonos celulares. Qué nos queda para enfrentar la enfermedad, y la muerte.

Cuanto más tecnología adquirimos, más poderosos nos percibimos. Y sentimos que hasta el mismo tiempo podemos dominar. Nos hacemos eternos, en nuestras creencias. Y a nuestros cuerpos perecederos los esclavizamos con esa idea. Les prohibimos la vejez, y le injertamos juventudes químicas, cuando la propia y natural emprendió su retirada. Hasta el cinismo, como lo muestra el film “La sustancia”, estrenado en 2024 (disponible en la plataforma Mubi). De modo tal que, a fuerza de emparchar verdades con fantasías, terminamos por instalar una autopercepción de inmortalidad en la especie humana, al punto de convertirla en un dogma, una creencia ciega y religiosa.

“La visión de un moribundo provoca sacudidas en la defensa de la fantasía, que los hombres tienden a levantar como un muro protector contra la idea de la propia muerte”, dice Elias. Y agrega, en La soledad de los moribundos, que “no es en sí la muerte lo que suscita temor y espanto, sino la idea anticipatoria de la muerte”. Es decir, no es tan problemático el hecho mismo de morir, como sí lo es, y mucho, la certeza de una muerte inminente mientras estamos con vida. La enfermedad grave o terminal tiene la particularidad de traer la muerte a la vida cotidiana, e instalarla en una persona, una familia, las 24 horas del día, como una sombra que inefablemente a todos acompaña, donde sea que vayan. Es la muerte en vida, que está por suceder y no sucede. Una presencia incómoda, impertinente e insoportable. En parte, claro está, porque amenaza con llevarse la vida propia o la de un ser querido. O ya prometió hacerlo, y lo que queda es sólo la espera, y el tiempo. Pero además es inmoral, y vergonzosa, porque sin siquiera hablar, presentarse o sentarse a negociar, nos señala a nosotros como civilización occidental la gigante falacia y fantasía que constituyen todos nuestros dispositivos de eternidad. Los portadores de la muerte en vida, enfermos graves o terminales, se convierten involuntariamente en sus portavoces.

Morir, de un momento a otro, no entraña problemas en la moral de la eternidad. Es un instante de muerte, que al momento de llegar, se va. Pero la muerte que habita entre nosotros, y se pasea en nuestros cuerpos, y nos señala lo cruel que puede ser, lo inmune de su poder, frente a nuestras invenciones científicas, es definitivamente una inmoralidad, para este paradigma de pensamiento vigente en Occidente. No se dice, ni se piensa, pero así se siente. Y a quien la carga en el cuerpo, le toca ese rol, responsabilidad, tarea, de recordarle al ser humano que aún con sus creaciones, sus revoluciones científicas, tecnológicas e industriales, es tan frágil, vulnerable y dependiente como el resto de los animales que habitan este planeta.

 


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