lunes, 13 de octubre de 2008

Crónica de mi tumor

Me operaron dos veces del mismo tumor. La primera a los quince años y la segunda a los 32. Viví ambas experiencias en momentos y escenarios tan diferentes de mi vida que debo decir, fueron muy parecidas, pero a su vez tuvieron muy poco en común. En la primera mi viejo vivía; en la segunda no. En la primera mis padres manejaron toda la situación, en la segunda, hasta donde me fue posible, yo. El apoyo, el aliento y el corazón de mis amigos y familiares me acompañó en las dos. Sin ellos para mí no hay hoy.

El tumor apareció como un desmayo un día de natación. Me hundí en la parte baja de una pileta y afortunadamente alguien lo advirtió. Me sacaron del agua, desperté muy lentamente de un profundo sopor y también paso a paso fui entrando en razón. Me hicieron unas placas de tórax y días después fui a un médico. Horas antes de aquel episodio había rendido examen de gimnasia en el colegio, incluyendo un test de doce minutos corriendo sin parar alrededor de una cancha de fútbol. El famoso Test de Cooper. Creyeron pues que fue por cansancio, y yo estuve de acuerdo.

Dos semanas después sucedió lo mismo: estar en actividad, haciendo algo, lo que sea, y de pronto perderse, ausentarse, salir abruptamente de la escena. Luego despertar, con un agotamiento inmenso, y emerger muy lentamente de un sueño profundo, como incorporando de a uno los sentidos, y atar cabos un rato hasta entender, al menos, dónde estás y quiénes son esos que te están mirando. Fue en mi casa, muy temprano a la mañana. Me había levantado a estudiar. En un momento mi hermano me vio en el suelo, moviendo y sacudiendo todo el cuerpo. Eran convulsiones. Y entonces sí, médico de nuevo, neurólogo más bien, tomografía y la noticia: un tumor.

Oligodendroglioma, se llamaba el tumor, y se había instalado pegado al cerebro, sobre mi ojo izquierdo. Fue en diciembre de 1988. Poco después de su aparición me dieron Tegretol, un anticonvulsivo. Desde entonces y hasta la operación llevé una vida normal. Bajo el ojo de todos y con la vigilancia constante de un primo, que era mi sombra y un compañero, sobre todo, pasé mis vacaciones en la playa. Mi agradecimiento a él, a mis padres, mis hermanos, mis tíos y todos los que me acompañaron, las dos veces, es infinito. No me voy a detener a agradecer porque no terminaría nunca.

Con el acompañamiento inapreciable de mis tíos, dos médicos comprometidos, y para mi una brújula en estos caminos, se llegó a la conclusión que lo mejor sería una operación en el exterior. Y entre los países candidatos, los que contaban con buenos profesionales y especialización, en Canadá era donde más pronto ofrecían atención. Allí partimos, hacia fines de enero, mamá, papá y yo. La operación fue en el Hospital de Niños de Toronto (Hospital for Sick Children), y el cirujano Harold Hoffman, un hombre alto y amable y para mi un mago, suerte de Dios. Tuve sólo tres días de internación. Al cuarto salí caminando.

La extracción se había hecho por el costado izquierdo de mi frente, y la cicatriz era –y es– una línea de oreja a oreja que bordea el límite de mi cabellera. Me quedó un pequeño escalón donde abrieron el hueso. Lo que siguió fue rutina. No hice ni rayos ni quimioterapia, porque en ese momento no se aplicaban para mi diagnóstico. Resonancias sí, cada tres meses, luego cada dos años, y cumplidos los diez después de la operación, el alta. Y aunque escéptico, di por cerrado el capítulo y adiós tumor.

Quince años después volvió. Cómo explicar la sorpresa. Y el bajón. Fue como matar al buitre, enterrarlo, que pasen los años y un día, tomando aire, al sol, su sombra te despierta y ves de nuevo que vuela a tu alrededor. Y resulta inconcebible su aparición. Verlo hambriento, voraz, y saber que viene por vos. No está allá arriba por otra razón. Y ver además que maduró, se fortaleció, mutó, y sentir su vuelo amenazante, como un temporal, como una nube gris empecinada en acompañarte para siempre.

La segunda vez se presentó como un dolor. Una presión constante en la nuca que molestaba más por su constancia que por la intensidad de la sensación. Verdaderamente no pensé que pudiera ser el tumor. Fui a dos masajistas y en ninguno de los dos casos aflojó. Tampoco servían los analgésicos. Empecé a sospechar, entonces, que podía tratarse del tumor. Fui a la guardia del hospital, me indicaron una resonancia magnética, y una semana más tarde me daban la noticia.

El tamaño y el volumen de la lesión exigían una rápida intervención. A las tres semanas mas o menos fue la operación. Luego de una exhaustiva averiguación supimos que uno de los mejores neurocirujanos que me podía operar en Argentina era Javier Gardella. Conocí al doctor y por su cuidado en el trato, la claridad en su explicación y lo noble, lo franco de su expresión, me pareció de verdad una muy buena opción.

La cirugía fue un éxito y en cuanto al hospital, la Clínica San Camilo, recibí una muy buena atención. Contratamos todo por fuera del servicio de medicina privada que entonces tenía y que aún tengo hoy. Simplemente porque se buscó lo mejor. Y como decía antes, fue indispensable aquí la mano gigante que amigos y familia me dieron. Entre todos juntaron el dinero que insumieron cirugía e internación. Una deuda que no puedo saldar en dinero pero que la vivo en alma y el corazón. Sin ellos no sería posible la esperanza que tengo, ni el futuro por el que voy.

El informe anátomo patológico acusó una mutación del tumor. De lo que había sido en 1988 pasó a ser un oligodendroglioma astrocitoma mixto de grado III. Digamos que en los quince años que pasaron empeoró, en cuanto a su agresividad y comportamiento. Quizás la ventaja de esta vez respecto de la anterior, es que ahora existen tratamientos posteriores a la operación, que por supuesto hice. Con miles de matices que en otro capítulo espero abordar, pasé por la radio y la quimioterapia sin complicaciones. Gracias a mi oncóloga, la doctora Blanca Diez, supe que existía el Temodal para la quimio, gracias a ella también accedí a un protocolo que me lo suministró y en virtud de la baja toxicidad de la droga, pasé dos años buenos, tranquilos y sin sobresaltos, mientras duró el tratamiento. Es primavera y parece otoño en Buenos Aires. Suficiente por hoy.